Burgess había leído «en alguna parte» que sería una buena idea liquidar el instinto criminal empleando una «terapia de aversión», y he aquí el origen de tan distópica historia. Utilizar el condicionamiento conductual para convertir en "buenos" a los individuos "malvados" de la sociedad, era una idea que al autor le horrorizaba en la medida en que anulaba la capacidad de elección consciente de la persona: «Mejor ser un criminal por decisión propia que bueno por lavado del cerebro», aseguró Burgess. Eso es lo que diferencia al ser humano de una naranja mecánica, es decir, de un hermoso organismo con color y zumo pero sin una gota de voluntad. El autor se opuso a esta forma de "violencia legitimada" (la agresión social contra la libertad individual lo es) a pesar de haber sufrido él mismo los efectos de la violencia gratuita: a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuatro desertores estadounidenses, violaron a su mujer embarazada en Londres. Ella perdió el bebé a causa de la paliza recibida y él no escatimó en escenas sexuales desagradables en el libro.
El protagonista de su obra, Alex DeLarge (cuyo nombre hace referencia a Alejandro Magno -Alexander the Great-) reúne tres atributos que Burgess consideraba esenciales en el individuo: emplea un lenguaje elocuente y a menudo inventa palabras, ama la belleza (y la encuentra en la música de Beethoven por encima de todo) y es agresivo. Un antihéroe de 15 años (ladrón, violador y eventual asesino) para el cual el camino correcto siempre estuvo abierto, pero decidió obviarlo hasta la edad adulta. Debe tenerse en cuenta que el manuscrito original constaba de 21 capítulos, pero el agente de Burgess en Estados Unidos decidió suprimir el último, con lo que A Clockwork Orange salió a la calle sin aquel fragmento, una especie de epílogo en el que el protagonista, ya adulto, se aleja de la violencia "por aburrimiento" y siente el impulso de hacer algo creativo con su vida. Kubrick (guionista y director de la versión cinematográfica), adaptó el guión directamente de esta edición, y sólo después supo que existía un final diferente, pero jamás consideró incluirlo. Burgess, por ello, acabó no reconociendo su obra y renegando de ella: tuvo que conformarse con el hecho de que fueran el editor y el director los que decidiesen cómo debía acabar su novela, mostrando al mundo un final que él no reconocía. "Me he pasado buena parte de mi vida haciendo declaraciones de intención y frustración de intención mientras Kubrick y mi editor de Nueva York gozaban tranquilamente de la recompensa por su mala conducta", dijo.
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