Verano de 1963. La revista Playboy publica dos entregas sobre las tendencias que marcarían el futuro con el orweliano título 1984 & beyond. Es el resultado de un encuentro con 12 de los más reputados escritores de ciencia ficción. Hombres “cuyos sueños y pesadillas han demostrado ser proféticos”. Entre ellos Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury.
El optimismo inunda sus predicciones. Vuelos interplanetarios y estaciones espaciales para habitar la Luna en los 70 y Venus y Marte en los 80. Robots que realizan los trabajos más pesados y permiten semanas de cuatro días laborables y vacaciones pagadas de tres meses en las que La Luna sería un destino más económico que Australia. Sustancias químicas capaces de potenciar nuestras capacidades cerebrales y “expandir” nuestras posibilidades.Y por supuesto, vida eterna.
Más de 35 años después del horizonte fijado, ninguno de los augurios se ha cumplido. El videoartista Gerard Byrne presentó en la Tate Gallery de Londres una instalación que reconstruía el encuentro. La obra jugaba con la extraña sensación de ver a 12 hombres blancos de mediana edad hacer erróneas conjeturas sobre un futuro que para nosotros ya es pasado. La experiencia quiere reflexionar sobre nuestra visión del futuro y sobre nuestra obsesión por adivinarlo justificando que ya otros lo consiguieron. Por eso en este centenario del nacimiento de Ray Bradbury (1920-2012) leeremos repetidamente que Fahrenheit 451 anticipó la llegada de las pantallas planas, que las conchas que utilizaba la mujer de Montag se parecen a los airpods que Apple presentaría 65 años después o que una universidad japonesa acaba de presentar un prototipo que se asemeja al sabueso mecánico de la novela ... arqueología del futuro para convencernos de que es posible preverlo. El deseo de conocer el porvenir es tan antiguo como el hombre. Como explica Yuval Noah Harari, lo que nos diferencia a los homo sapiens del resto de homínidos es nuestra capacidad de creer en cosas que solo existen en nuestra imaginación. Un potencial que nos permite creer en religiones, naciones o en ese abstracto concepto que llamamos futuro
Pero los avances tecnológicos en los textos de Bradbury son poco más que un McGuffin hitchcockiano. Cómo él mismo afirmó en repetidas ocasiones, no trataba de predecir el futuro, sino de prevenirnos de él. Una Casandra contemporánea cuyas advertencias ignoramos como los troyanos hicieron con el aviso de su princesa sobre aquel majestuoso caballo de madera. Nuestra fascinación por la técnica del futuro parece proporcional a nuestra capacidad de obviar los avisos sobre su impacto, nadie quiere escuchar a Casandra. Por eso, a Bradbury le interesa más la ficción que la ciencia, más la poesía que la tecnología. Por eso sus historias del futuro aplican a todos los presentes.
Bradbury, que no había ido a la universidad, se había formado con ellas. Leyendo durante horas en esas bibliotecas que él, como Borges, adoraba. En una de ellas, con una máquina de escribir alquilada, escribió uno de los más bellos alegatos sobre el valor de esas historias: Fahrenheit 451. “Era un placer quemar”, difícil escapar de la poderosa imagen de los libros ardiendo. Más difícil aún en 1953, cuando el libro fue publicado, solo 20 años después de que la NSDB, la federación nazi de estudiantes, hiciera arder las obras de judíos, marxistas y pacifistas en la Plaza de la Ópera de Berlín y en otras 21 ciudades universitarias en el punto álgido de la «Acción contra el espíritu antialemán» que empezó quemando libros y terminó quemando personas, como escribió Heinrich Heine.
No eran nuevas estas piras en la literatura, pero Bradbury añadió su visión humanista con ese esperanzador final de los hombres-libro y la supervivencia de las historias. Porque lo que aterraba a Bradbury no eran los bomberos, sino que su tarea fuera innecesaria: “Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe".
Los tiempos han cambiado desde los 80 de Postman, pero no tanto. Las pantallas se pueden llevar en el bolsillo, en vez de colgarlas en la pared. La primera potencia del mundo la gobierna uno que,como en la distopía de Bradbury, odia leer. En El fuego y la furia, el discutido retrato que Michael Wolff hizo de Donald Trump, el plan favorito del presidente es meterse en la cama a las 18:30 con una hamburguesa con queso a ver simultáneamente los tres televisores de su dormitorio mientras tuitea desde su teléfono móvil.
Hoy no quemamos libros pero nos atrevemos a resumirlos en 280 caracteres de twitter o una foto con filtros de instagram. Y más allá de eso, el dataísmo imperante propone el dogma de los datos como única y absoluta verdad. Las personas y las historias reducidas a una ingente cantidad de datos ignorando esas “variables no numerables” que para Deleuze y Guattari eran el último reducto del diferente. Ya hablaba de datos el Capitán Beatty, perverso jefe de los bomberos pirómanos en Fahrenheit 451,”Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados... Entonces tendrán la sensación de que piensan. Tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices”.
Uno de los relatos de Crónicas marcianas aborda el tema de la censura. Es Usher II. En ella, William Stendahl, experto en literatura, se retira a Marte huyendo de la Tierra donde las obras literarias, cinematográficas y teatrales que tuvieran un tema fantástico estaban prohibidas. Allí construye una mansión idéntica a la de La caída de la casa Usher de Edgar Allan Poe. Cuando todo está listo, Stendahl invita a su nueva atracción a un grupo selecto de los responsables de la prohibición de la ficción: a mitad de la fiesta, robots dirigidos por él comienzan a asesinarlos imitando los crímenes descritos por Poe. Tal vez hoy los enemigos de estos robots defensores de la literatura serían influencers, dataístas, tertulianos televisivos, coachers y directivos de marketing empeñados en crear mensajes simples que construyen esa falsa felicidad del que cree saberlo todo. La manera de vencerlos es seguir leyendo libros, periódicos, revistas o cualquier otra cosa que nos permita seguir haciéndonos preguntas.
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